Esta es mi historia, seguramente muy similar a la tuya y muy similar a otras tantas en la que he estado ahí, al lado.
Solas, sin testigos más que su ser y el mío. Dos vidas desconocidas en un subsuelo de sufrimiento y lucha. Sin entender qué hacíamos ahí, aunque yo entendía que estaba trabajando y ella sabía que estaba internada.
Muchas veces pasaba por el pasillo y observaba un despojo de mujer en posición fetal laterizada hacia la pared. Y otras veces pasaba por el pasillo y observaba un despojo de mujer en posición fetal laterizada hacia la ventana.
Tantos encuentros obligados, yo me acercaba a su habitación porque ella se encontraba bajo mi responsabilidad, ella se quedaba allí porque no tenía otra opción.
Control, signos vitales, administrar medicación, curación de ulceras, rotación en decúbito, higiene corporal, control de alimentación enteral, etc, que se repetían día a día. El cronograma de actividades no cambiaba su orden, tampoco su tiempo, ni sus protagonistas.
Muchos días transcurrían y la visita que recibía duraba menos que un pase de guardia. No tenía familiares directos, sólo algunos vecinos o amigos que iluminaban su vida en esos pocos minutos, como una luciérnaga en el desierto.
Además del aporte nutricional que tenía a través de una sonda, una dieta con alimentos de consistencia blanda era su reloj para calcular la hora diaria. Claro que por sus propios medios no podía autoalimentarse, por lo que dependía totalmente de quien esté a cargo de su flaquita vida, es decir, de Enfermería.
Ese día el menú era un exquisito puré de zapallo con un medallón de pollo y de postre un delicioso flan de vainilla. Como era uno de aquellos días en los que la guardia está calma y los registros son escritos con letra clara y legible, dije “¡Elida hoy vas a comer un purecito riquísimo!”. La incorporé suavemente, buscando una posición cómoda en una personita que le dolía hasta respirar. Sus quejidos acentuaban sus ojitos que parecían buscar respuestas a su situación.
Yo con la cuchara en la mano esperando que abriera la boca, trataba de imaginarme estar ahí en esa cama por muchos días, sin que nadie me diera un gesto de cariño, sin tener registro del mundo, buscando imágenes de lo que fue mi vida o confundirlo con la realidad, sintiendo frio, dolor, hambre, incapacidad, viendo cómo pasan por el pasillo mirándome como un dinosaurio en exposición, así cada día y no saber cuántos más vendrán.
Entonces dejé la cuchara, acaricié su rostro, su pelo, le di un abrazo grande y fuerte… “tenés que comer, así te ponés fuerte y te vas de acá”… Sólo palabras cursis y sin sentido pude decirle mientras un nudo en mi garganta no me dejaba terminar la frase. Luego abrió su pequeña boca y comenzó a comer todo, comió toda la comida y entre bocado y bocado me mirada regalándome una sonrisa.
Fue entonces cuando entendí por qué estaba ahí, ya no éramos unas desconocidas en un subterráneo abandonado, éramos dos personas ayudándonos una a la otra, yo trataba de brindarle todo lo que necesitaba para que estuviera mejor, y ella me ayudaba a sentir el privilegio de ser enfermera.
Gisela López
MN 73704