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sábado, febrero 1, 2025
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«Hay animales sueltos en el kilómetro 202»

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Toda mi vida escuché la radio. Quizá por eso, cuando me senté por primera vez frente a un micrófono, fue como haber abierto una puerta no a un estudio sino un poco a mi propia casa.

Para mí la palabra es sentada, si no es frente a un micrófono es frente a la pantalla de una computadora. Así en esa posición me he puesto a escribir y a recordar una vez más el entrañable vínculo que me une con las palabras dimanadas por el éter. Sí, ya sé, el de éter es un concepto que ha sido superado, pero lo prefiero al mero fenómeno físico de las ondas electromagnéticas.

Fui conductora de radio y musicalizadora de mi propio espacio durante doce años. Mi voz se asoció –en aquel entonces a mi pesar– de manera indisoluble a una expresión que con el tiempo pasó a ser una marca registrada de la frecuencia modulada de la Autovía 2: “Hay animales sueltos en el kilómetro tal. Circule con precaución”.

“Sí, la voz de los animales sueltos soy yo. Pero juro que tengo más cosas para decir”, argumentaba a quien me reconocía por la voz en los lugares más disímiles que uno pueda imaginarse.

A decir verdad, no sé por qué, pero durante mucho tiempo creí que mi trabajo en la radio no era más que una letanía aburridísima que no le servía a nadie. El devenir de lo cotidiano me enseñó lo contrario. Por casualidad aprendí que la radio es como una botella al mar y que, cuando uno la arroja, no tiene idea de quién recibirá el mensaje ni de qué manera se apropiará de él, aunque más no sea para sentirse un poco menos solo.

A fines de la década de 1990, mi padre estaba internado en la terapia intensiva del Hospital de Agudos San Juan de Dios de La Plata, a 200 kilómetros de Dolores. Había sido operado de cáncer de pulmón y, tras la anestesia, la gravedad de su estado y la terapia intensiva que mantiene a los pacientes iluminados de manera permanente como gallinas ponedoras, deliraba o por lo menos lo hacía los quince minutos que duraba mi visita.

Confieso que, tras cumplir con las rutinas que debía seguir de higiene de manos, estrictos quince minutos de visita y esperas ansiosas de los partes médicos, ingresaba a la sala de terapia con miedo, como si la persona que me iba a encontrar allí fuera un poco menos mi padre. Así, entre pasos vacilantes y ganas de salir corriendo, cuando ya estaba por terminar el tiempo permitido para las visitas, escucho en el office del enfermero un sonido familiar. Le pregunto:

–¿Estás escuchando la radio, no? ¿Qué radio es?

–Ah, la de la ruta.

–¿…? Titubeante, casi balbuceé: «¡Pero en eeeesa radio trabajo yo!»

–¿En serio? Yo se las pongo todos los días, porque pasa linda música y a ellos les gusta mucho la música, les hace bien.

A partir de aquel momento hablar frente al micrófono nunca volvió a ser lo mismo.  Después de aquel día comprendí que siempre hay alguien escuchándonos, aun cuando de este lado del estudio estemos como locos hablando solos, mirando a la pared, sentados frente a un micrófono dentro de un estudio cubierto de ácaros y rodeados de goma espuma para reducir los sonidos del ambiente. No vemos las caras de nuestros oyentes pero lejos estamos de no ser escuchados.

Por eso el valor de una voz amiga. Por eso es que todavía hoy tengo tantos afectos que no conozco pero que ellos sí a mí, porque recuerdan que yo era la chica de los animales sueltos. Y ahora, después de tantos años, me sonrío al recordarlo.

(Este relato breve pertenece a la antología: Prendí la radio y se encendió el aire. Selección de relatos breves. Publicada por la Universidad Nacional del Comahue (UNC- CALF). Neuquén, Agosto 2013.)

Verónica Meo Laos

Docente,  periodista y performer. Licenciada en Ciencias Sociales y Humanidades. Entre 1996 y 2008 trabajó como locutora y operadora de FM 107.1 Mhz, FM2 de la Autovía 2. Columnista de la revista Hábitat.